A veces, siento tanto odio dentro de mí; un deseo de destruir y declarar guerra a los demás, que en realidad termina siendo una guerra contra mí mismo. Ignoré tantas advertencias de mis padres y abuelos.
Reflexiono sobre mi vida antes del accidente, sobre cuántas veces me sentí merecedor de todo, el típico “yo merezco”. Esto no es malo en sí mismo, pero siento que lo incorrecto surge cuando a esa frase le falta amor propio y proviene más del ego. Está bien cuando lo afirmamos para nosotros mismos. El discernimiento ya está en ti.
Después del accidente, comencé a ver que, si tengo algo, es gracias a mi familia que siempre me ha apoyado. Cuántas veces he sido un ingrato y ellos me han perdonado; yo también los he perdonado. Porque somos seres de carne y hueso. Y entonces, comienza a surgir ese pensamiento de no merecerlo. Cómo, a pesar de ser tan grosero con esta familia que me tocó, ellos me siguen perdonando y amando. No merezco unos padres así después de mi comportamiento ingrato.
Sin embargo, eso no es una justificación. Todavía puedo agradecer, y no solo de manera superficial. Desde dentro, protegiendo sus enseñanzas. Cuidando ese legado físico, mental y espiritual que es mi familia.
No lo veo como una entrada a la victimización cuando comienzo a agradecer; es simplemente reconocer tu lugar. Reconocer que muchas cosas solo han sucedido porque alguien más quiso que las tuvieras: tu familia, tus amigos, personas que creen o creyeron en ti.
Reconocer que uno es inmerecedor, y gracias a esto, reconocemos nuestra incapacidad que se nos revela la capacidad que tiene el Universo para hacernos capaces. Esto se revela en nuestro interior y lo que creíamos imposible se hace posible. Vemos la capacidad de los demás para levantarnos en los momentos difíciles; que gracias a su esperanza que nos brindan, nos volvemos a levantar.